viernes, 24 de febrero de 2012
LEYENDA DE LA RODILLA DEL DIABLO
No es uno de los lugares más pintorescos del Río Cupatitzio, pero si el más interesante por ser en donde brotan las primeras revueltas y claras aguas que poco a poco después se precipitan en inquieto caudal y chocan contra las peñas cuyo color negro contrasta admirablemente entre los copos de blanca espuma.
Aquí sin embargo, el paisaje es agreste, salvaje y respira ese ambiente solitario que convida a la meditación y a la leyenda. No deja de ser hermosa esta ultima, que se ha trasmitido de generación en generación, desde los primeros tiempos de la conquista cuando la luz de la verdad disipo las negras tinieblas de un pueblo sujeto a la barbarie de sus costumbres y de su religión.
En todos los grandes acontecimientos de Uruapan, de aquel que nacía a la vida de la civilización y del progreso, sean hechos ciertos o legendarios, están siempre unidos a una gran figura, casi olvidada, como sucede a los que tienen verdadero mérito, a los que cubren sus acciones evangélicas o civilizadoras, con el manto de la virtud cristiana. Tal ha pasado con Fray Juan de San Miguel, el infatigable apóstol de los indios y a quien solo se recuerda en una tosca estatua de piedra o en un retrato destruido por la incuria de los tiempos, sobre cuya pintura no caen ni aun las indiferentes miradas de los curiosos.
Hace centenares de años sentía Uruapan la vida feliz y quieta que le proporcionaba la fertilidad de su suelo. El río murmuraba su eterna canción a la sombra de los árboles que comenzaban a sentir los primeros frutos, las tierras vírgenes se embrían de un manto de verdura salpicando de flores y las chozas construidas al impulso del primer germen que el cristianismo imprimía en los habitantes, elevaban al cielo el humo de sus hogares que velaban misteriosamente la tupida enredadera del inmenso bosque.
Hubo un día, cuenta la leyenda, en que el Cupatitzio, dejo de murmurar como antes, quedando seco el cauce y apagándose las cristalinas ondas del torrente. Los verdes campos, sin agua y sin rocío, trocaron su verde por el triste amarillo de las hojas secas; y los árboles de las huertas, torcieron sus ramas dejando caer el fruto, sin color y sin savia, como las lágrimas de inmensa desesperación.
Todo era angustia, todo era pena, todo eran ruegos y llanto. En la oscuridad de su celda, Fray Juan de San Miguel meditaba en la magnitud de aquella desgracia, dirigía sus ojos al cielo en suprema plegaría de angustia, y sus rodillas no dejaban de tocar la tierra, ni la disciplina dejaba de nacerar sus carnes. En un momento, inspirado por algún rayo divino penetro a la iglesia, hizo que las campanas llamaran con su voz a los indios y cuando estos llegaron presurosos ante el Frayle, miraron su semblante iluminador el augusto destello de la celestial esperanza.
Poco después, en solemne procesión, era conducida por las calles la imagen de la Virgen, custodiada por su corte de honor, de huananchecha y sacerdotes. Llego la solemne comitiva al nacimiento del río, triste y seco como el ojo sin luz, oró Fray Juan por breves momentos, y tomando un poco de agua bendita, roció con ella las calcinadas rocas del cauce vació.
Cuenta la leyenda que el suelo se sacudió entonces con un estremecimiento horrible; escúchese un grito inmenso que repitió el eco a grandes distancias y del abismo surgió la figura de Satanás que, al encontrarse con la Virgen llena de flores y cubierta de incienso aromático, retrocedió espantado, chocando en una roca, que aun conserva la oquedad que dejara en ella, una rodilla del príncipe de las tinieblas.
Brotaron de nuevo las aguas; reverdecieron los campos, maduraron los frutos y renació la alegría. Desde entonces el Cupatitzio no deja de murmurar su eterna canción a la sombra de tupidos cafetales; mientras que en la enramada el viento preludia la eterna sinfonía de la naturaleza.
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