En La Piedad ejerció la abogacía como abogado de foro y fue nombrado Juez de Primera Instancia, distinguiéndose por su notable rectitud, por la pericia en los asuntos encomendados, y por la defensa de los derechos de los pobres. En la época de Maximiliano fue encarcelado y sentenciado a muerte por haber hecho la defensa de unos campesinos, apresados por motivo de la ley marcial del 3 de octubre de 1865. Cázares no fue ejecutado e impugnó aquella ley que fue sustituida por otra moderada.
En 1866 pronunció un discurso en el que hace una lectura de la historia de México desde Iturbide hasta sus días. Critica el espíritu de partido y la situación de constante revuelta: “Falsos liberales y falsos conservadores se arremeten unos contra otros en palenque cerrado, ora por una libertad que no se entiende, ora por un orden que no se realiza”. Su propuesta es la paz a partir de una reforma personal: “Sólo la paz sabe prometer con verdad y cumplir con fidelidad: sólo la paz puede arreglar todas las cuestiones y allanar todas las dificultades, prevenir todos los temores y apagar todos los odios, afianzar todos los derechos y poner en armonía todas las cosas. Sentémonos a la sombra de la paz, trabajemos, estudiemos, aprendamos, reformémonos nosotros y después reformaremos al mundo (…) reneguemos de todos esos vicios que apagan la luz de nuestro entendimiento y que no dejan arder la llama de nuestros corazones (…) Tengamos fe y esperemos (…)” El arzobispo de Morelia Ignacio Árciga lo invitó al ministerio sacerdotal, invitación que Cázares ponderó como llamamiento de lo Alto. De tal manera, tras cuatro años de honesto y brillante ejercicio de la abogacía, respondió a ésta su segunda y definitiva vocación. Fue ordenado presbítero el 22 de agosto de 1869. Al poco tiempo el mismo arzobispo se hizo acompañar al Concilio Vaticano I por el novel sacerdote con el rango de teólogo consultor. “El barco en que viajaban fue azotado por una furiosa tempestad; la marinería misma estaba espantada, sólo el licenciado Cázares permanecía tranquilo y quiso que se le amarrara al mástil del navío para contemplar, decía, la omnipotencia de Dios”. Desempeñó en Morelia los cargos de capellán de las Hijas de la Caridad, prebendado de la Catedral, maestro y rector del Seminario, juez de testamentos, capellanías y obras pías, Vicario General y Provisor. En palabras de su arzobispo, todo lo que se le encomendó lo realizó a su entera satisfacción. El 20 de octubre de 1878 fue consagrado obispo de Zamora, diócesis a la que sirvió con celo durante treinta años. A partir de mayo de 1879 recorrió palmo a palmo toda su diócesis, visitando hasta los más apartados rincones y afianzando la fe de los pueblos, pues a la par de la visita canónica llevó a cabo una intensa misión reevangelizadora, mediante la predicación, la confesión sacramental, reforma de costumbres, disciplina del clero y administración eficiente. Fue muy cuidadoso en el manejo de los diezmos que se convertían en múltiples obras de caridad, y no permitió que las semillas de monopolizaran en detrimento de los pobres. Todo ello se complementó y expresó en un auge de construcciones de la Iglesia: templos, capillas, ya nuevos, ya renovados, así como en escuelas parroquiales, asilos y hospitales. Baste mencionar algunos de la sede zamorana: la iglesia de Guadalupe, hoy de San Juan Diego, la remodelación de la catedral ya existente; los inicios de la grandiosa nueva catedral, 1898, hoy Santuario Guadalupano; remodelación de San Francisco y de La Purísima, construcción del Sagrado Corazón, inicio de San José. El seminario fue “la niña de sus ojos”. Se construyó en 1879 y 1884. Trabajó porque los seminaristas adquirieran íntegras costumbres y auténtica piedad, así como solidez doctrinal y científica; abrió el Seminario a los externos y creó la cátedra de Derecho, para cuyos alumnos escribió un tratado De iustitia et iure. Fundó seminarios auxiliares en diversas poblaciones. Privilegió la educación de la mujer, para la que estableció un centro de formación en Zamora llamado “Asilo de Niñas”; a este centro acudían niñas de todos los puntos de su diócesis, muchas de las cuales se reintegraban a sus poblaciones, siendo luego las maestras en aquellos lugares. Instituyó la Casa de la Misericordia para la formación de la madre soltera. Se hizo cargo del Hospital Civil de Zamora, al que se le llamó Hospital San Vicente de Paúl. Estableció Montepío para beneficio de los pobres. Y sobre todo fundó, en 1884, una perdurable congregación femenina destinada a la educación: el Instituto de las Hermanas de los Pobres Siervas del Sagrado Corazón, y con ellas difundió, en su vasto obispado, la enseñanza primaria y los rudimentos en la doctrina cristiana. Cuidó la formación de los pueblos indígenas, y puso mucha atención a la región tan abandonada de la Tierra Caliente, así como a la ciudad de Uruapan donde había proliferado el protestantismo y la masonería. Estableció en Zamora a las madres Capuchinas; facilitó la estancia de los Hermanos Maristas – a quienes encomendó la Escuela de Artes y Oficios para la formación de los obreros – y la de las Siervas de María, cuyo apostolado específico es la atención a los enfermos en sus hogares; coadyuvó al establecimiento del noviciado de los jesuitas en la hacienda de El Llano. Se propuso establecer, aunque no lo pudo realizar, la fundación de una escuela de agricultura en Vista Hermosa, dirigida por padres salesianos. Sufrió dos atentados, de los cuales salió bien librado. El también Siervo de Dios, Antonio Plancarte, fue párroco de Jacona donde fundó una congregación femenina dedicada a la educación y promovió la formación de seminaristas en Roma. No acató algunas disposiciones del obispo Cázares, considerando tal vez que no era del clero incardinado a la diócesis, sino del arzobispo de México, cuyo prelado Pelagio Antonio de Labastida era su tío. Radicó luego en México, donde prosiguió su obra educativa, fue predicador infatigable y llegó a abad de la Basílica de Guadalupe cuya coronación pontificia promovió. Preconizado obispo, algunos miembros del cabildo de la basílica se opusieron por conflictos que habían tenido con él, escribiendo su punto de vista a Roma. El obispo Cázares no tuvo que ver en ello. Pero luego, preguntado por autoridades del Vaticano y por el delegado apostólico, Cázares lacónicamente informó en conciencia su antigua relación con el Padre Plancarte. Notable fue la participación de Cázares dentro del Primer Concilio de la Provincia Eclesiástica de Michoacán en Morelia durante los tres primeros meses de 1879. Presidió la cuarta comisión del concilio que trabajó el esquema sobre Administración Eclesiástica. Y en el transcurso de los debates hubo de encargarse de otros de los grandes temas del concilio: la Reforma de costumbres. En 1899 solicitó a la Santa Sede como coadjutor al padre José de Jesús Fernández, quien mejoró la organización de las parroquias, consolidó canónicamente a las Hermanas de los Pobres, continuó la evangelización de la Tierra Caliente y puso atención esmerada al Seminario diocesano y a los seminarios auxiliares.
El obispo Cázares a consecuencia del trabajo agotador de las visitas pastorales y de climas insalubres, padeció anemia aguda y paludismo, de junio de 1902 a octubre de 1903, al grado que hubo de resignar el gobierno de la diócesis en el obispo coadjutor José de Jesús Fernández. Las altas fiebres del paludismo hicieron delirar varias veces al señor Cázares, de manera que algunos pensaron, equivocadamente, que había enloquecido. Entretanto un joven sacerdote que llegaría a santo, Rafael Guízar, iba destacando por sus grandes carismas, de manera que mereció la confianza del obispo coadjutor Fernández, quien lo promovió muy joven a director espiritual del seminario y canónigo de la catedral encargándole además asuntos administrativos de la diócesis. El entonces padre Guízar por su parte fundó los colegios Teresiano y Esperancista, éste último con el fin de proveer de vocaciones a la congregación de Nuestra Señora de la Esperanza, para cuyo sostenimiento mezcló asuntos del obispado lanzándose a varias empresas económicas en que también entraron intereses de su hermano Prudencio vinculado a la banca. Esto ocasionó deudas y enredos con la consiguiente protesta y escándalo de algunos laicos que se quejaron al obispo Cázares. Este prelado había recobrado la salud y retomaba el gobierno de la diócesis en 1904. Entonces reiteradamente llamó la atención al padre Guízar, indicándole abandonara esos negocios. No acató, pues seguía apoyado por el obispo coadjutor, quien junto con otros clérigos y laicos consideraban que el obispo Cázares no había sanado. Simultáneamente aparecieron anónimos injuriosos y denigrantes contra el señor Cázares. Así las cosas, el Obispo de Zamora solicitó la remoción de su coadjutor, quien fue designado abad de la basílica de Guadalupe en octubre de 1907, y por otra parte dictó suspensión del ministerio sacerdotal contra el padre Guízar en diciembre de 1908. Dicha suspensión duró sólo cuatro meses, pues ocurrió al final de la vida del obispo, cuyo sucesor, Othón Núñez, entre sus primeras providencias formuló instrucción pastoral contra la negociación por parte de clérigos. El padre Guízar fue invitado por el antiguo rector del Seminario de Zamora, Leonardo Castellanos, convertido ya en obispo de Tabasco, a que fuera a ayudarle dando ejercicios espirituales. Ese obispo, ahora Venerable, indicó así el camino apostólico que llevaría a la santidad al padre y luego obispo Guízar, hoy San Rafael Guízar. El cronista García Urbizu así pinta la personalidad del señor Cázares: “Respetuoso, afable y atrayente, circunspecto envuelta su personalidad en un ambiente de miramiento y de nobleza; siempre oportuno y enérgico en sus disposiciones, no se desparramaba en expresiones vanas, ni atendía a vanidades decorativas. Nunca las palabras tuvieron tanto significado tan preciso como en su boca. De mirada profunda como su talento. Sabía escuchar y decir las cosas en su punto y razón. De ciencia lógica contundente. Su porte y su casa eran modestos, su gusto se concentraba en los libros de su vasta y selecta biblioteca y sobre todo con textos latinos, que eran su único lujo. Nadie creerá, según algunos pintan la adustez del Ilmo. Sr. Cázares, que le encantaba verse rodeado de niños y también en momentos oportunos era chancero”. Alfredo Maillefert brinda un detalle significativo: “Era afable y tenía un gran dominio de sí. Había resistido una dolorosa operación quirúrgica sin anestesia, leyendo un libro”. Un juicio de la esfera pública y oficial: “Prelado celoso y diligente que goza de juntas simpatías entre sus diocesanos… Ciudadano verdaderamente virtuoso ajeno a la política, austero consigo mismo, liberal y caritativo con sus semejantes…Ha pasado setenta años de su vida haciendo el bien, practicando la virtud, huyendo los honores, ardiendo en caridad por sus semejantes. El licenciado Francisco Pascual García se expresó de esta forma: “Fue un carácter, y no como quiera, sino un gran carácter. A su talento claro y profundo como pocos, a su ciencia teológica, jurídica y filosófica, nada común; a su lógica contundente, reunía una serenidad cristiana y una firmeza apostólica y pastoral, inexorable como ninguna…Para él no había más sistema que la ley de Dios y los cánones de la Iglesia”. El padre Agustín Magaña: ”La grandeza del obispo Cázares está en que se propuso evangelizar profundamente a su grey, y lo consiguió”. Heroicamente continuó su trabajo pastoral sin detenerlo ni el agotamiento ni la enfermedad. El 23 de febrero de 1909 salió de Zamora a realizar lo que sería su postrera jornada episcopal. Hizo la visita en Ecuandureo, siguió hacia la Hacienda de la Noria y luego a Churintzio y Zináparo, donde se agravó su enfermedad; el 23 de marzo fue trasladado a Guadalajara, Jalisco, donde falleció el 31 de marzo. He aquí tres testimonios del final de esta vida: “El muy ilustre enfermo conservó su serenidad acostumbrada; conocida su gravedad, pidió los últimos sacramentos… el insigne Prelado respondía pausadamente y con fervor las preces litúrgicas; inspirado por su humildad pidió perdón a los presentes; una hora antes de entrar en agonía pidió la santa absolución y a las cuatro y diez minutos de la tarde… le llevó el Señor a la región de la tranquila paz, con el tesoro inmenso de una vida consagrada a Dios…pasada en el cumplimiento del deber”. “Murió pobre, como había vivido, cediendo su tercia episcopal para varias obras, principalmente para la construcción de la Catedral Nueva. Había dado orden terminante al Tesorero, Sr. Novoa, que sólo le pasara cien pesos mensuales, y para que le alcanzaran, se privaba voluntariamente de muchas cosas; él mismo les daba “bola” a sus zapatos y vestía ropa interior de manta. Sus muebles y su alimentación eran de sobriedad extrema”. “Su rica personalidad tenía distintas tonalidades, pues no obstante ser de recio carácter y vida austera y sobria, supo brindar su ternura a los pobres y a los niños, con éstos, dulce y cariñoso hasta cogerlos en brazos como lo hace un padre con sus hijos. Mientras por otra parte la alta estima que tenía de la misión pastoral y el ardiente deseo de que el clero de su diócesis observase una conducta ejemplar, le hizo castigar con energía y mostrarse severo con quienes en alguna forma descuidaban sus deberes…su figura firme, segura, recia y exigente al mismo tiempo que dulce y paternal no podrá encerrarse en unas cuentas líneas; desde su franca y decidida actuación cristiana al exponer su vida por defender a unos, “porque amaba la justicia y aborrecía la iniquidad” hasta su muerte apacible y serena; sin temores ni aspavientos donde su voz que se extinguía señalaba el momento decisivo diciendo: “Ya es hora, absuélvanme todos”. Dr. Carlos Herrejón Peredo